Felipe Aguirre

Conductor

Director de orquesta y pianista colombiano, fue graduado con honores en el Conservatorio de Viena. Su actividad musical lo ha llevado a actuar en los escenarios más importantes de Europa y América.

Conductor and pianist. Felipe Aguirre graduated with honors from the Vienna Conservatory in 2001. His musical activity as a conductor and pianist has taken him to perform in the most important concert halls of Europe and America.

El concepto de «disonancia» en Adorno y en la nueva música

La «disonancia» es un concepto capital dentro del pensamiento de T. W. Adorno. No sólo constituye el símbolo de la Nueva Música, en la medida en que ésta aparece como resultado de su progresiva emancipación, sino que la disonancia es también un reflejo de las tensiones internas que fracturan la sociedad moderna y que encuentran su expresión en la obra de arte. En las siguientes páginas reflexionaremos sobre algunas implicaciones de este concepto dentro del pensamiento adorniano, así como el contexto musical, estético y filosófico en el que surge.

Felipe Aguirre - Disonancia Schönberg.png

1. Introducción

Las transformaciones que tuvieron lugar durante las dos primeras décadas del siglo XX, tanto a nivel político (la Gran Guerra), como en el ámbito científico (la Teoría cuántica y el Relativismo) y psicológico (la investigación en torno al inconsciente), tuvieron su más fiel reflejo en los terrenos del arte. El Zeitgeist que en cierta forma había ya anunciado Nietzsche, dejaba entrever los primeros efectos de «esa larga serie de demoliciones, de destrucciones, de ruinas y derrumbamientos» que aquejarían a Europa, y que estaban llamados a dejar «el horizonte […] libre otra vez» para permitirnos bogar «hacia el peligro» teniendo enfrente un nuevo «mar tan ancho»[1]. Ya entrado el nuevo siglo, un gran portavoz de este espíritu auroral, el arquitecto Walter Gropius, parecía recrear al inicio de su Idee und Aufbau des Bauhaus[2] el ambiente disolutorio y novedoso que rodeó esta época, en contraposición a los cánones decimonónicos que ―especialmente en la pintura y en la música― aún se fundaban en las relaciones fuertemente jerarquizadas de sus elementos constitutivos:

Se empieza ya a percibir la idea del mundo actual, pero su forma es todavía vaga y difusa. La antigua imagen dualista del mundo, del «yo» opuesto al «todo», se desvanece; en su lugar surgen los pensamientos de una nueva unidad del mundo, que lleva en sí la nivelación absoluta de todas las tensiones contrapuestas. Este reconocimiento auroral de la unidad de todas las cosas y de todos fenómenos confiere a toda obra creadora del hombre un sentido colectivo, profundamente asentado en nuestro interior. Ya nada existe en sí; toda imagen se convierte en metáfora de un pensamiento, que nos urge desde dentro a dar forma; y toda obra en una manifestación de nuestra íntima esencia[3].

Este texto ―que trasluce con tono casi poético una visión muy similar a la imagen del mundo que, en la misma década, proyectaría Heisenberg con su Principio de Incertidumbre― se podría trasladar sin titubeo a la esfera musical, entendiéndolo como una metáfora de la igualdad de los doce sonidos, que terminaría por erigirse como el axioma compositivo de la nueva música. En efecto, la «nivelación absoluta de todas las tensiones contrapuestas» de la que hablaba Gropius, no está muy lejos de esa igualación de las doce alturas sonoras respecto al centro tonal, una antigua y ―a ojos de los modernos, ya caduca― subordinación que había dominado la música desde la época del Renacimiento. Teniendo en cuenta esta imperiosa necesidad de liberación respecto al centro tonal, no es, pues, extraño que los compositores de la primera vanguardia hayan elegido el término emancipación para describir este proceso que, casi en paralelo a la disolución del sujeto moderno, operó en las relaciones internas de la obra musical.

Partiendo de este panorama, será necesario recorrer someramente el camino que llevó a Arnold Schönberg, ese gran paladín de la nueva música, hacia el sistema dodecafónico, para poder luego conducir la reflexión hasta el pensamiento de Adorno, que hace una lectura muy original y profunda de la disonancia, no sólo en su contexto musical-estético, sino especialmente en el sociopolítico.

 

 2. Schönberg y la emancipación de la disonancia

2.1 El camino hacia la emancipación

‘Disonancia’ es uno de esos conceptos sobre los que pesa una fuerte carga histórica. Su origen dentro de la tradición occidental se podría rastrear hasta la teoría musical pitagórica, en la que aparece aún envuelta de mística y número. Según la información que nos ha llegado, principalmente a través de Aristóxeno de Tarento (siglo IV a. C.), las ratios matemáticas que subyacían a la relación entre los sonidos, determinaban su «consonancia», según el grado de sencillez y pureza de su proporción. Esas razones primarias, llamadas sýmphōnos[4], se diferenciaban de aquellos otros intervalos, menos puros, designados como diáphōnos[5]. Aún en el siglo II de nuestra era, el matemático Nicómaco de Gerasa, en su Manual de Harmónica (XII. 262), atribuía a la disonancia un carácter meramente funcional: para él una escala era «consonante» cuando al mezclar dos notas que la componen, «el sonido resultante de ellas es uniforme y casi único»; mientras que una combinación de notas es «disonante» cuando «se escucha separada y privada de fusión entre sí»[6]. Ya en el siglo VI, Boecio, el gran transmisor de la tradición clásica a la Edad Media, nos describe la relación entre los intervalos agregando un matiz que parece tener más en cuenta la percepción. Según él «La consonancia es la mezcla de un sonido agudo con otro grave, que llega al oído de forma agradable y uniforme (suauiter uniformiterque). La disonancia es la percusión áspera y desagradable (aspera atque iniocunda percussio) de dos sonidos mezclados entre sí»[7]. Aunque ya durante la Edad Media, con la invención de la polifonía se fue depurando una clasificación de consonancias y disonancias según su gradación[8], el gran hito de este desarrollo lo constituyó la configuración del moderno sistema armónico, que tuvo lugar alrededor de la segunda mitad del siglo XVI. Destaca en este proceso el teórico y compositor Gioseffo Zarlino, quien reconoció el valor constitutivo del intervalo de tercera[9] y dio preeminencia a los modos mayor y menor ―como los conocemos hoy― respecto a los modos eclesiásticos. En esta nueva concepción, ligada al nacimiento de la monodia, la disonancia se extendió, más allá de la relación interválica, a la tensión entre acordes. Este proceso de racionalización de las leyes que rigen la armonía culminó con el célebre Jean-Philippe Rameau, que en 1722 codificaría las primeras reglas del encadenamiento de acordes en su  Traité de l’harmonie. Por esta época, un contemporáneo suyo, el matemático y compositor barroco Lorenz Mizler, afirmó respecto a la función de la disonancia que, «Si analizamos las obras de los compositores, encontraremos que la triada está siempre presente, y que la interpolación de disonancias no tiene otra finalidad que la constante transformación de esa triada armónica»[10]. Aquí se explicita ya un carácter más expresivo de la disonancia ―en relación con el lema barroco de muovere gli affetti― que se constituye cada vez más como el motor de la armonía que conduce a las progresiones, en función de un intercambio dinámico de tensión y relajación de los acordes. Grosso modo, se podría decir que durante estos siglos se construyen las bases armónicas que dominarán la era de la armonía tonal (1600−1900), denominada por algunos teóricos como el «Periodo de la práctica común».

Como era de esperarse, el potencial de las posibilidades y combinaciones dentro del sistema tonal era tan grande que el siglo XIX fue testigo de un desarrollo del sistema armónico sin precedentes. Las nuevas disonancias que exploraba un compositor, dentro de un determinado estilo, una vez incorporadas a las prácticas musicales ―y al «oído colectivo»― servían ya de base para la construcción de nuevas y más complejas estructuras tonales. En palabras de Schönberg, «el oído se fue familiarizando gradualmente con gran número de disonancias, hasta que llegó a perder el miedo a su efecto “perturbador”»[11]. Ya en 1858, Richard Wagner llevó estas posibilidades hacia un primer límite, cuando en el preludio de su ópera Tristán e Isolda (una obra, por cierto, esencial en la reflexión adorniana) planteó una progresión armónica que desafió todos los esquemas preexistentes[12]. La exploración continuó, no sólo con los compositores postrománticos, como Bruckner o Strauss, sino también entre los impresionistas que ―en paralelo con la creciente disolución de la perspectiva en la pintura― buscaron desdibujar la hegemonía del centro tonal, a través del uso cada vez más acumulativo de progresiones disonantes. Aunque las posibilidades que ofrece el marco armónico tonal parecían infinitas, sus límites empezaron a entreverse hacia finales del XIX, para consolidarse como un muro infranqueable ya en la aurora del nuevo siglo. Este ambiente de «fin de una era» que se respiraba en todos los ámbitos del arte, se refleja especialmente en las sinfonías de Gustav Mahler, obras que están llenas de alusiones a toda la tradición anterior, pero que, en su íntima esencia, apuntan ya a la ruptura inminente. El famoso Adagio de su Décima sinfonía¸ obra de 1911 que quedó inconclusa, es un símbolo de este límite que contempla el horizonte, como un Jano bifronte, entre el pasado y el futuro. El movimiento, en su cúspide, estalla en una disonancia en la que resuenan casi todas las doce notas de la escala, anticipando así la serie dodecafónica: el terreno estaba preparado para un nuevo inicio.

2.2 Schönberg y el sistema dodecafónico

Refiriéndose a este momento crucial, T. W. Adorno afirmó que «si la nueva música surgió a partir de los problemas técnicos de finales del siglo XIX, también es al mismo tiempo la respuesta a preguntas que entonces no encontraron ninguna»[13]. Teniendo en cuenta que las posibilidades de seguir componiendo dentro del marco de la tonalidad eran ya insostenibles, la problemática condujo a varios teóricos y compositores a plantear soluciones plausibles. Entre éstas, una de las propuestas más completas y coherentes fue la de Schönberg, para quien «El método de composición con doce sonidos surgió de una necesidad»[14]. Según el compositor austriaco, el concepto de tonalidad se fue extendiendo, hasta que «resultó dudoso que la tónica constituyese el centro permanente al que habría que corresponder toda armonía o sucesión armónica»[15]. Estas nuevas armonías, especialmente las de los impresionistas, se fueron convirtiendo «en elementos constructivos al incorporarlos a la función emocional»[16], conduciendo a una paulatina disolución de la tonalidad que, aunque se dio primero en la práctica, terminó siendo teorizada en un concepto que él bautizaría como «la emancipación de la disonancia»[17]. Adorno, por su parte, concibió este proceso como un «progresivo refinamiento de la conciencia interválica», que desde las evoluciones armónicas del Tristán «llevó más allá del croma romántico», confluyendo finalmente hacia «una independización de los doce tonos en virtud de toda la riqueza de las relaciones interválicas posibles entre ellos»[18]. Pero, como veremos más adelante, para el filósofo de Frankfurt la emancipación tiene muchos matices. Para él, en cierta forma, el sistema dodecafónico ancla con la tradición, en la medida en que continúa la creciente expresión de tensiones internas que ya en el Romanticismo había alcanzado ―en especial con Wagner, Bruckner y Mahler― su más alta cúspide: «Lo que sucede con los doce tonos ―afirma― sigue siempre teniendo algo de aquellas relaciones de tensión que el cromatismo romántico antaño soportó»[19]. El reto que se plantea a la nueva música es, pues, encontrar un lenguaje y una forma que lleve esas relaciones a otro nivel, ya que «Si la música avanzada es más que bricolaje se decide según si conforma estas relaciones de tensión más radicalmente que el siglo XIX»[20].

Dentro de esta transformación de la «imagen armónica», que podríamos calificar de giro copernicano, el colosal desarrollo teórico que acometió Schönberg se deja entrever, especialmente, en su obra Harmonielehre (Tratado de armonía). En ella, consciente de los posibles ataques que harían a su naciente teoría, perfila numerosos y aguzados argumentos que legitiman la necesidad de la emancipación de la disonancia[21]. Mientras, por ejemplo, Stravinsky, queriendo liberar a la disonancia de su lastre «moral», justificaba su uso negando la necesidad de resolución, pues «nada nos obliga a buscar constantemente la satisfacción en el reposo»[22], Schönberg, en cambio, se centró en concebir la disonancia más como una ampliación del espectro natural de la serie armónica. Para llegar a esta idea, en el mencionado tratado el compositor analiza primero la relación del arte con la naturaleza. Al inicio del capítulo «Consonancia y disonancia» describe los factores necesarios para que se dé la música: «El material de la música es el sonido, que actúa directamente sobre el oído. La percepción sensible provoca asociaciones y relaciona el sonido, el oído y el mundo sensorial. De la acción conjunta de estos tres factores depende todo lo que en música hay de arte»[23]. La teoría que construirá para legitimar la posterior emancipación de la disonancia se asienta, pues, desde un principio, en la relación entre los modelos acústicos que nos presenta la naturaleza y la capacidad auditiva que los percibe. Esta disposición del oído para la percepción del sonido es lo que determina toda producción musical, que, en última instancia, se basa en los sistemas naturales. En este sentido, Schönberg describe el desarrollo de la armonía como un proceso histórico, según el cual, partiendo del material dado por la naturaleza (i.e. la serie de armónicos) el artista y el teórico construyen sistemas para ordenarlo, adecuándolo al oído y a la percepción sensorial con el fin de crear música[24]. Se puede intuir aquí una especie de convencionalismo, según el cual el devenir histórico da preeminencia a un posible sistema de ordenamiento y división tonal de la escala, es decir, de la octava. Pero, asimismo, hubieran sido ―y, de hecho, aún son― posibles otras formas de división[25]. Lo que está claro es que, ya que la naturaleza tiene un modelo que no es puramente traducible al lenguaje musical humano, tenemos que hacer concesiones para ajustar esas leyes de «alta matemática»[26] a los imperfectos sistemas e instrumentos con los que expresamos sonidos. En síntesis, un sistema tonal se crea para adecuar nuestras prácticas compositivas, nuestra creación artística, al material que nos ofrece la naturaleza. Sin embargo, como señala más adelante, la tarea ha quedado aún incompleta:

Hemos alcanzado un sistema en el que pueden ubicarse con bastante precisión algunos armónicos, pero con bastante imprecisión otros. Hemos alcanzado la casi totalidad de las combinaciones posibles en el sistema gracias al oído espontáneo de los creadores musicales, gracias a su intuición. Pero no se ha establecido aún en absoluto la ecuación exacta entre lo ya obtenido y nuestras aspiraciones todavía insatisfechas. Y en esas aspiraciones entran muchísimas cosas: la inclusión de todos los armónicos superiores en el sistema, la relación de esos armónicos con las fundamentales, eventualmente la creación de un nuevo sistema, la combinación de todas las relaciones dadas en tal sistema, la creación de nuevos instrumentos que pudieran reproducir dichas relaciones, etc[27].

 Son justamente estas «aspiraciones todavía insatisfechas» las que constituyen el eje de su teoría, sintetizada en la frase: «las disonancias son las consonancias más alejadas en la serie de los armónicos superiores»[28]. Según este axioma, mientras que las consonancias «están contenidas en la serie de los armónicos»[29], aquellos armónicos más alejados, las disonancias, «pueden ser hallados también en parte inmediatamente (si bien, como en el sistema temperado, imprecisamente[30]) y en parte mediatamente o por combinación»[31]. Su sistema apunta, pues, a la utilización de esos armónicos lejanos y a su aceptación como sonidos autónomos y constituyentes del complejo armónico, pues estos acordes tenidos por «extraños a la armonía», que fueron «primero usados parsimoniosamente y con precauciones, presentados de la manera más disimulada posible, se convirtieron luego, cuando el oído se familiarizó con ellos, en elementos cotidianos y corrientes de todo fragmento armónico»[32]. A lo largo de esta creciente emancipación, «liberados del contexto en el que habían surgido, se usaron como acordes autónomos»[33], como en su momento sucedió con el acorde de séptima[34]. Por este motivo, en última instancia, la posibilidad de ordenar los «fenómenos naturales» de acuerdo a un espectro más amplio, depende «de la creciente capacidad del oído analizador para familiarizarse con los armónicos más lejanos»[35].

En conclusión, según la visión schönbergiana, la historia musical occidental puede ser vista como el desarrollo y la ampliación del antiguo concepto de disonancia[36] ―condicionado por la costumbre auditiva y la convención armónico-acústica―, que se transforma en las distintas épocas para acoger nuevos complejos sonoros y darles estatus de autonomía dentro del sistema tonal. La emancipación de la disonancia es, pues, la culminación y el resultado necesario de este proceso[37].

3. Lectura sociológica de la disonancia

 Es bien conocida la admiración que profesaba Theodor W. Adorno por Arnold Schönberg, en quien veía un correlato musical de sus propias luchas en el campo de la crítica de la razón instrumental. Para constatar este parentesco, basta observar las similitudes entre el estilo aforístico y fragmentario de Adorno y la forma musical adoptada por los compositores dodecafónicos de la Segunda Escuela de Viena, en la que el material tonal varía continuamente y se condensa hasta alcanzar una máxima esencialidad: sin duda, esa ruptura y fragmentación que trajo consigo la nueva música, esa especie de «disonancia» de la forma, tiene reflejos en el propio pensamiento adorniano. Al respecto, el mismo Adorno observaba en uno de sus aforismos: «Es preciso fijar perspectivas en las que el mundo aparezca trastrocado, enajenado, mostrando sus grietas y desgarros, menesteroso y deforme en el grado en que aparece bajo la luz mesiánica. Situarse en tales perspectivas sin arbitrariedad ni violencia, desde el contacto con los objetos, sólo le es dado al pensamiento»[38]. La noción de ‘disonancia’ es, pues, de manera consciente o inconsciente, explícita o velada, metafórica o conceptual, una constante en su teoría, en su interpretación de la sociedad y en su visión de la realidad.

3.1. La disonancia en la relación de la música con la sociología

 Si, para empezar, intentamos enumerar algunas acepciones del concepto de disonancia, encontraremos, al menos, cuatro gradaciones. La primera, de orden acústico, referiría a ella como ‘relación discordante entre dos frecuencias sonoras’; la segunda, como resultado de esa relación dentro del contexto del discurso musical, es decir, como una ‘antinomia respecto a la consonancia’; la tercera, propia de la nueva música, como una ‘estructura dinámica de fuerzas de tensión que determina y constituye la forma’; y por último, la cuarta, definiría la disonancia como la ‘relación entre estas tres primeras acepciones y los tejidos sociales propiamente dichos, dentro del marco histórico que le es propio’. Es esta última acepción, que hace alusión al contexto socio-musical, la que, especialmente, se enmarca dentro de la reflexión de Adorno.

La relación entre música y sociedad[39] es quizá uno de los campos más fecundos del pensamiento adorniano. No es raro encontrar en artículos dedicados a la estética  profundas conexiones que vinculan el fenómeno de la percepción artística con la dimensión sociológica en la que se encuadra. En este sentido, la obra titulada Dissonanzen. Einleitung in die Musiksoziologie ofrece algunos de los mejores paralelos entre la práctica musical y su repercusión en el ámbito de lo social; allí se enuncia, por ejemplo, que «Las formas musicales, y más aún, los tipos constitutivos de reacción musical, son interiorizaciones de lo social»[40]. En el epílogo de esta obra Adorno delimita el ámbito de una sociología de la música a la «relación entre las fuerzas de producción (Produktivkräften) y las relaciones de producción (Produktionsverhältnisse[41]. A las primeras corresponde, no sólo la producción de la composición musical, sino también los aspectos que rodean la recreación de la música: la habilidad del intérprete y los medios técnicos de la reproducción mecánica[42]. Las segundas, en cambio, hacen referencia a «las condiciones económicas e ideológicas en las que se inserta cada sonido musical y su correspondiente reacción»[43]. Es este aspecto el que interesa a nuestro análisis, en la medida en que el lenguaje disonante de la nueva música produce una reacción, un shock, medible desde parámetros sociológicos, y en el que se desvela una forma de tensión interna del tejido social. En efecto, en lo que respecta a la disonancia, en tanto signo histórico de inconformidad y anhelo de libertad, según Adorno aparece como una constante del desarrollo del sujeto moderno:

Desde el siglo XVI, como expresión del sujeto sufriente, a la vez autónomo y privado de libertad, se agita un deseo de disonancia que hasta la época de Salomé, de Elektra y del Schönberg atonal fue refrenado una y otra vez, y, la mayoría de las veces ―como en el caso del Musikalischer Spaß mozartiano― sólo pudo darse por satisfecho disfrazado de parodia y humor[44].

No es, pues, extraño, que el desarrollo de la música describa, en sí mismo, el proceso de liberación que tiene lugar en la esfera de lo social. La libertad del arte es, en gran medida, un correlato de la emancipación del individuo, ya que «se fundamenta en la idea de una sociedad libre, y anticipa, en cierta forma, su realización»[45]. Una sociología de la música debe, pues, para Adorno, «mostrar cómo en las distintas músicas se expresan de manera concreta las relaciones sociales»[46]. Asimismo, la correlación existente entre el arte y la sociedad es verificable en las relaciones de tensión comunes a ambas esferas, ya que, como había mencionado en su Teoría estética, «Los antagonismos no resueltos de la realidad retornan nuevamente en las obras de arte como problemas inmanentes de su forma. Es esto […] lo que define la relación del arte con la sociedad»[47]. Es por eso que las obras de arte, en suma, muestran a través de su forma la complejidad de los procesos sociales, ya que en ellas se cristalizan las «fuerzas de tensión» de manera más «pura», y descubren planos ocultos del desarrollo social, en la medida en que «encuentran la esencia real por medio de su emancipación respecto a la fachada fáctica de lo externo»[48], una terminología que, sin duda, se refiere al andamiaje formal de la obra al que subyace su verdadera esencia.

Otro aspecto que pone de relieve Adorno en la relación música−sociedad es el valor «estético» de la disonancia, pues su fuerza expresiva se da en tanto negación del placer. Aquí la disonancia aparece como mediadora entre las tensiones internas que dan lugar a la obra ―y que determinan su aspecto formal― y la exterioridad de lo social. En efecto, para el filósofo la disonancia entraña un fenómeno estético de «ambivalencia», ya que guarda en sí aun un aspecto sensible (sinnlich), que explicita todo su potencial expresivo, en la medida en que se «transfigura» en su antítesis ―subjetiva―, el dolor. La fuerza histórico-estética que subyace al fenómeno de la disonancia se explica por su capacidad de mediar entre las fuerzas dinámicas que se tensan entre el interior de la obra de arte y la exterioridad en tanto articulación del desarrollo social. El acento puesto sobre la dimensión sensorial (sinnlich) de la disonancia, y su valoración subjetiva, apuntan a los juegos de equilibrio que aún se perciben en la segunda parte del siglo XIX, y que se traducen en un intercambio cada vez más antagónico del placer suscitado por la consonancia y su extremo opuesto de la experiencia estética, corporeizado en la disonancia:

La disonancia, signo de toda modernidad, conserva, aun en sus equivalencias ópticas, un atractivo sensible, al que transfigura en su antítesis, el dolor: se trata del originario fenómeno estético de la ambivalencia. El alcance imprevisible de todo lo disonante para el nuevo arte, desde Baudelaire y el Tristán ―en efecto, una especie de constante de la Modernidad― se da porque en él convergen el juego inmanente de fuerzas de la obra de arte y la realidad externa, que ha ido creciendo en paralelo con la autonomía del arte en su poder sobre el sujeto. La disonancia le aporta desde dentro a la obra de arte lo que la sociología vulgar llama su alienación social[49].

Al hilo de lo expuesto anteriormente en relación con la idea schönbergiana de progresiva emancipación, en Adorno la disonancia toma las dimensiones de una expresión estética de las fracturas internas que experimenta la sociedad moderna, así como de la explicitación sonora de un conflicto, propio de la obra de arte, verificable desde la perspectiva de su desenvolvimiento histórico. La serie de armónicos, tal como la concebía Schönberg, y su traducción en el contexto socio-musical, aparece como una suerte de historia de la humanidad hecha «sonido». En este sentido, el destino histórico de la disonancia es también un reflejo del proceso social de emancipación: la disonancia, que antes de la ruptura de la tonalidad era medio de expresión del Weltschmerz, se emancipa, y pasa de ser elemento constitutivo a constituyente de la forma. Aún en la música tonal, dentro del orden jerárquico establecido[50] la disonancia se percibe casi como un acto de «desafío moral», pues trasgrede toda estructura jerarquizante. Dentro de las rígidas reglas que conforman el edificio armónico, ésta está permitida en la medida en que es constitutiva del conjunto de la forma: no se puede pensar como ente aparte desligado de su antinomia, la consonancia. Ambas constituyen la armonía, el conjunto de disposiciones que permiten las combinaciones de sonidos, siguiendo un patrón estilístico de belleza en el que lo bello y lo sublime aún aparecen como categorías últimas de lo estético. Sin embargo, tras la ruptura de los primeros vanguardistas (Schönberg y Kandinsky, en la música y la pintura, respectivamente) no sólo se emancipa la disonancia, liberándose de ese «punto de fuga» que es el centro tonal, y convirtiéndose así en constituyente de la nueva forma[51], sino que, como producto de esta transformación, también se sustituyen las categorías estéticas tradicionales por una nueva manera de percepción inherente a la forma rupturista: el shock. Vemos, pues, en este proceso artístico un correlato de la transformación del sujeto, cuyo centro, definido primero por el punto de fuga en la pintura, y el centro tonal en la música, pasa a convertirse en esa especie de periferia omnipresente que está simbolizada en la disonancia emancipada.

Asimismo, el concepto de Adorno mencionado anteriormente, según el cual la libertad en el arte se funda en la idea misma de una sociedad libre[52], describe el surgimiento y emancipación de la disonancia como eje formal de la nueva música. En este planteamiento la estructura interior de la disonancia entraña también una forma de libertad en el contexto estético, en la medida en que se construye como oposición a la centralidad limitante de la tonalidad, cuyo correlato en lo social se expresa en la hegemonía de la gran burguesía. Para Adorno, la respuesta que Schönberg da a través del dodecafonismo a los problemas que surgen con estas tensiones de contrarios, se resume en dos transformaciones: la eliminación de «la fisura entre exposición y desarrollo en variaciones, sin sentido tras la desintegración de la unidad tonal de la sonata»[53], así como la abolición de «la preponderancia, falsa tras la emancipación, de un sonido sobre el otro en la estructura armónico−melódica»[54]. En efecto, el filósofo de Frankfurt, en su artículo «Der dialektische Komponist», destaca a Schönberg en su dimensión dialéctica de transformador de la música y de la relación de ésta con la sociedad. La posición del compositor vienés es dialéctica en la medida en que logra conciliar, a través de su maestría compositiva, las antinomias rigor/libertad (pues en él la contradicción entre estos dos conceptos «se convierte en fuerza productiva»)[55] y forma/expresión (ya que es una contradicción «no en el artista, sino entre la fuerza en él y la de lo dado que haya ante sí»)[56]. Estos contrarios, traducidos al lenguaje filosófico aparecen como la tensión entre sujeto y objeto (entre intención y material compositivos), que se imponen a su creatividad como eventos aparentemente irreconciliables, pero que, en esencia, se engendran mutuamente en su dimensión histórica.

Desde esta perspectiva, se puede afirmar, según Adorno, que la tonalidad ―criticada por Schönberg por cuanto se ha legitimado en la naturaleza de la percepción― está ligada a un principio burgués, cuyo correlato sociopolítico sería el supuesto naturalismo de la economía burguesa, atacado a su vez por el pensamiento dialéctico. A este respecto, el mentado naturalismo de Debussy, al que se opone toda la corriente expresionista posterior, es teorizado por Adorno en estos términos:

Para la representación de los ambientes naturales la música ha elaborado un canon técnico: el del impresionismo. Siguiendo los pasos de la pintura francesa del siglo XIX, Debussy desarrolló procedimientos para albergar la expresión y lo inexpresivo, la iluminación y el ensombrecimiento, lo abigarrado y lo crepuscular del mundo visible en sonidos a cuyo nivel la palabra poética no llega[57].

Por último, dentro de esta relación música−sociedad, vemos como Adorno describe la estética propia de la nueva música como la culminación de un proceso, no sólo de continuación con la tradición romántica de la música (es decir, negando todo tipo de «ruptura»), sino también de emancipación del individuo, que se inserta dentro de la dinámica propia del capitalismo tardío, es decir, entre la alta burguesía liberal (hochbürgerlich) y la burguesía tardía (spätbürgerlich).

En cuanto asume la tendencia beethoveniano-brahmsiana, puede Schönberg reclamar la herencia de la música burguesa clásica en un sentido muy parecido a aquel en que la dialéctica materialista se refiere a Hegel. La fuerza gnoseológica de la nueva música se legitima sin embargo por el hecho de que no remite al «gran pasado burgués», al clasicismo heroico del período revolucionario, sino que supera técnicamente y, por tanto, según su sustancialidad, en sí, la diferenciación romántica. El sujeto de la nueva música que en este protocolo se trasluce es el emancipado, aislado, real de la fase burguesa tardía[58].

3.2. La inversión de la disonancia

 Uno de los aspectos más interesantes de la reflexión adorniana sobre la disonancia es, sin duda, el lugar que ocupa como nueva forma de expresión de la música de la primera vanguardia. En efecto, cuanto más se tiende a ver en ella un factor chocante de la nueva estética, e incluso de fracturación respecto a la tradición anterior, tanto más parece Adorno querer destacar otros aspectos, mucho más esenciales, de este fenómeno socio−musical. Por un lado, para el filósofo la disonancia constituye la culminación de un desarrollo orgánico histórico iniciado ya, como se vio, en el siglo XVI, y que se expresa en una progresiva acumulación de las tensiones internas de la obra musical, pero, por el otro, también es expresión de un nuevo lenguaje, propio de la Neue Musik, en el que, al negar toda convención anterior, relacionada con la expresividad propia de la tonalidad, se obtiene una fuerza mucho más pura y desconvencionalizada del lenguaje tonal. Como se verá, según Adorno es ésta la gran eficacia y novedad de lo disonante: el haberse convertido en una nueva herramienta «incontaminada» de la expresión de lo interno.

Para poder entender este proceso, será primero necesario analizar el pensamiento estético de Adorno respecto a lo bello natural y lo sublime, tal como lo enunció en sus Clases sobre estética (Vorlesungen − Ästhetik). El filósofo describe el origen de la disonancia como elemento constitutivo de la forma a partir del concepto de lo bello natural y lo bello artístico. Según esta concepción, todo arte moderno se cimenta en la tensión interna que subyace también a la experiencia subjetiva de lo bello natural y de lo sublime. Esa vivencia se fundamenta asimismo en la lucha de dos estados opuestos, la naturaleza como poder supremo, ante el cual el hombre se siente impotente, y la naturaleza dominada frente a la que el hombre siente compasión[59]. Dentro de este juego de tensiones la disonancia no simboliza la expresión consciente del dolor, ni la abstracción o espiritualización del arte. Más aún, ella oculta lo bello, en la medida en que permite que se dé el momento de placer sensorial, pero ya no con el material de lo consonante, pues éste se ha degradado a un medio de manipulación del hombre en tanto herramienta de un producto de consumo; éste se ha convertido, en suma, en expresión del kitsch[60]. Es a través de lo disonante y del momento que crean estas tensiones explicitadas por el choque armónico que se construye y expresa el momento de belleza, pues la disonancia guarda para sí la tensión oculta que constituye una constante histórica en la que, en cada experiencia artística se desdibuja la separación entre el arte y la naturaleza[61].

Por esto, para Adorno constituye un malentendido y una limitación de la experiencia del arte moderno considerar lo «oscuro», «chocante», «alienante» y a veces «repulsivo» de las formas estéticas contemporáneas solamente en relación con la «permanente amenaza de la catástrofe bajo la que vivimos»[62]. Según él, «la experiencia de lo disonante o de lo agradable es infinitamente compleja», pues nos pone delante una realidad más profunda que pasa inadvertida si permanecemos en un ámbito superficial de la percepción, en su efecto subjetivo:

Cuando un artista, por ejemplo un compositor, utiliza sus disonancias, no lo hace para duplicar a través de ellas el horror del mundo ―si bien seguramente en esas disonancias está también presente algo de ese horror―, sino que lo hace inicialmente porque también cada una de esas disonancias, sólo por su diferencia respecto a las convenciones arraigadas y, más aún, por lo no trillado en ella, por lo nuevo y por su carga de expresividad, es siempre algo dichoso[63].

La relación de la disonancia, en tanto forma artística de expresión, con la naturaleza, frente a la que el sujeto moderno se ha situado de forma dominante, se hace patente dentro de esta reflexión. El lenguaje disonante, propio de la nueva música, es también para Adorno una forma de expresión del sufrimiento de la opresión que se ejerce sobre la naturaleza, y al ser el lenguaje musical ―según vimos en Schönberg― aún reflejo de las leyes naturales, puede éste representar mejor que ningún otro ese dolor, y constituirse, en cierta forma, en portavoz de la naturaleza:

 Cada disonancia es, en cierta forma, un fragmento de memoria del sufrimiento al que el dominio natural y, en última instancia, una sociedad de dominio expone a la naturaleza. Y sólo en forma de ese sufrimiento, en forma de añoranza ―y la disonancia es siempre, esencialmente, añoranza y sufrimiento― encuentra finalmente la naturaleza oprimida su voz. Y por eso encierra la disonancia no sólo ese momento de expresión de la negatividad, ese sufrimiento, sino siempre, al mismo tiempo, la felicidad de dar voz a la naturaleza, de encontrar algo no gastado, de introducir en la obra de arte algo que no está aún […] domesticado[64].

Esto explica por qué para Adorno, el momento disonante es «dolor y felicidad a la vez», pues la disonancia abarca en su ámbito de expresión el dolor de lo oprimido, a la vez que la posibilidad de su liberación.

Asimismo, con su habitual perspicacia, el filósofo afirma que «la creencia (Glaube) común de que lo disonante en el arte es idéntico a lo desagradable, a lo feo sensorialmente, es también una forma de superstición (Aberglaube[65]. Para él los momentos de lo agradable sensorialmente se transforman con el paso del tiempo: los sonidos que en una época se prohíben por su carácter cacofónico, pueden convertirse en otro tiempo en deseables o placenteros, algo que, por cierto, nos recuerda el concepto schönbergiano del convencionalismo en la música. Es por esto que, para que una experiencia del arte moderno sea realmente plena, debe tener en cuenta todo el contexto entorno al «complejo de lo disonante»[66].

En este sentido, respecto a la tan mentada «espiritualización» del arte, tal como fue enunciada por las primeras vanguardias, Adorno se pregunta si lo que la produce es una disonancia en sí o un color en sí. Según conjetura, no es ninguna de las dos, pues el elemento sensorial está aún ligado a la convención, a lo impuesto arbitrariamente por el artista. Más aún, para el filósofo lo que determina una espiritualización del arte es la contextualización de los diferentes momentos que constituyen la obra de arte y que, en conjunto, obedecen a una determinada lógica, solamente propia del arte[67]. Dentro de este contexto, Adorno analiza también lo que él denomina «la alergia al llamado momento sensorial, a lo agradable sensorialmente en la obra de arte», que no es otra cosa que «la sensibilidad frente a una forma de engaño»[68], y que se da cuando el arte se degrada a una especie de sustitución ―de la disonancia por la consonancia― que busca la satisfacción. Como se verá en la crítica que hace el filósofo de la música aún «tonal», producida después de la ruptura de la primera vanguardia (por ejemplo, a Stravinsky y, especialmente, a Sibelius), «la consonancia es insoportable, pues en ella no se refleja ninguna otra cosa sino la disonancia no resuelta de la realidad»[69]. En esta afirmación se puede ya intuir una sustitución de los valores estéticos de disonancia/consonancia, en la que las funciones sociales de una y otra se transforman o, casi inevitablemente, se intercambian.

También en su Filosofía de la nueva música, Adorno aborda esta problemática. En este importante ensayo se detiene a reflexionar acerca de la emancipación de la música como liberación de todo convencionalismo: la nueva música constituye un rechazo a este, en tanto expresión de una legalidad generalizada; la crítica al ornamento romántico, a la convención y a la «generalización abstracta del lenguaje musical», representan para él un sentido unitario[70]. Desde esta perspectiva, en cierta forma el gran logro de Schönberg puede consistir en haber creado un lenguaje que posibilitara por un lado la liberación de los condicionantes de la convención y la asociación simbólica, pero, por el otro, también una determinada continuación de la tradición. En efecto, los esfuerzos de Schönberg en este sentido se inscriben en el programa que pretende liberar al nuevo arte de toda vinculación con medios convencionales para dotarla de la máxima autonomía, de la máxima pureza: es en este orden de ideas que la disonancia pasa a ser un elemento estructural dentro de este renovado ideario estético, pues ella representa ―como afirmara enfáticamente Adorno― lo «nuevo», lo «no gastado», lo impoluto, la «nieve fresca» (Neuer Schnee)[71] a cuyo través la nueva música logrará expresar lo que aqueja el interior humano con renovadas fuerzas. En suma, el filósofo ve en el origen de la atonalidad la «completa purificación de la música respecto a las convenciones»[72].

Esta forma adorniana de concebir lo disonante, aunque no lo afirme explícitamente, lo que hace es expresar una especie de inversión de la disonancia, en la que los significados socioculturales que envuelven los valores estéticos de la consonancia (en tanto «valor supremo» de la música tonal) y la disonancia (como axioma de expresión de la nueva música), se relativizan e invierten, haciendo totalmente nueva, no sólo la creación artística, sino también el juicio estético. En efecto, en el contexto de la nueva música, donde las relaciones tonales se han descentralizado y la disonancia cobra una nueva función, no sólo constitutiva de la forma, sino también de vehículo de expresividad, la presencia de un acorde tonal, de una «triada» al estilo de la música anterior sólo puede evocar una «cacofonía»[73]. Aunque suene paradójico, en este proceso reconoce Adorno una especie de transvaloración estética de lo tonal y lo atonal, pues en su nuevo contexto de relaciones y tensiones, la clásica tríada sobre la que se fundamenta toda música anterior al siglo XX ya no puede ser concebida como consonancia, ni mucho menos como centro tonal: su función real pasa a ser la de ―para utilizar una analogía con el término schönbergiano― harmoniefremd, la de sonido ‘extraño a la armonía’. Estamos, sin duda, ante una inversión de la disonancia, frente a la que lo tonal en el siglo XX se torna ya algo «envejecido», «intempestivo» y «falso»[74]. Por otro lado, el proceso histórico que ha traído consigo la pérdida del «peso específico» de cada acorde dentro de las relaciones tonales, es decir, su capacidad de concentrar en sí la tensión armónica vertical respecto a un contexto mayor, es irreversible. El acorde tríadico es, en este sentido, algo «extinto»[75]. Lo que para Adorno legitima un lenguaje aún tonal, como el de Bartók y Janacek, es la elaboración de un canon técnico «en sí exacto y selectivo», es decir, siguiendo una coherencia con los usos de los acordes tonales dictada por el contexto total de la obra[76]. En suma, para el filósofo la música que aún después de la ruptura establecida por la Segunda Escuela Vienesa pretenda acoger la tonalidad como forma de expresión, se encuentra en una situación totalmente anacrónica respecto al desarrollo estético y, por ende, pierde toda capacidad de traducción del fenómeno social a lo artístico: «No se trata meramente de que esos sonidos hayan envejecido y sean intempestivos. Son falsos. Ya no cumplen su función. El estadio más progresista de los procedimientos técnicos delinea tareas frente a las cuales los sonidos tradicionales resultan ser clichés imponentes»[77].

 

4. Conclusión

A lo largo de esta reflexión se ha intentado trazar una línea de comprensión del concepto de disonancia en el pensamiento de T. W. Adorno, tanto en su acepción meramente musical, como, sobre todo en su dimensión sociológica. De esta última hemos podido destacar los dos aspectos principales para el filósofo: la disonancia como una explicitación de los conflictos internos de la trama social que se despliega en la historia, pero también como una nueva herramienta para hacer frente al convencionalismo, ya caduco, en el que había caído la música del siglo XIX. Esta última noción de lo disonante, en tanto renovación del material estético, abre sin duda una nueva comprensión de la música a partir de Schönberg y de su recepción a lo largo del siglo XX, pues sitúa el ámbito de la reflexión más allá de las conocidas críticas al dodecafonismo y al atonalismo. Uno de los mayores aportes del pensamiento adorniano en este aspecto, es que liberó al juicio estético de los prejuicios que se albergaron a lo largo de los primeros decenios del siglo dentro de los círculos eruditos, pero que aún dominan los amplios espacios laicos. Estos prejuicios ven en lo disonante tan sólo un reflejo externo, indeseado, del mundo moderno, con sus contradicciones y fracturas, con sus carencias y aporías. Sin embargo, el filósofo de Frankfurt ve en lo disonante la posibilidad de lo nuevo, una apertura a la expresión, renovada y por tanto efectiva, de aquello que aqueja al sujeto moderno y oprime su propia naturaleza.


[1] F. Nietzsche, Die fröhliche Wissenschaft, nº 278.

[2] W. Gropius, Idee und Aufbau des Bauhaus, Staatliches Bauhaus, Weimar, 1923. Salvo en los casos que se indique, las traducciones de los textos en alemán son nuestras.

[3] Ibid., p. 3: «Die Idee der heutigen Welt ist schon erkennbar, unklar und verworren ist noch ihre Gestalt. Das alte dualistische Weltbild, das Ich ―im Gegensatz zum All― ist im Verblassen, die Gedanken an eine neue Welteinheit, die den absoluten Ausgleich aller gegensätzlichen Spannungen in sich birgt, taucht an seiner Statt auf. Diese neuaufdämmernde Erkenntnis der Einheit aller Dinge und Erscheinungen bringt aller menschlichen Gestaltungsarbeit einen gemeinsamen, tief in uns selbst beruhenden Sinn. Nichts besteht mehr an sich, jedes Gebilde wird zum Gleichnis eines Gedankens, der aus uns zur Gestaltung drängt, jede Arbeit zur Manifestation unseres inneren Wesens» (las cursivas son nuestras).

[4] Que se corresponden a los intervalos modernos de cuarta, quinta y octava, cuyas razones matemáticas son 4:3, 3:2 y 2:1, respectivamente. Según el músico de Tarento, todos los intervalos menores que la cuarta, aunque se puedan cantar, son disonantes (cf. Aristox. Harm. II 45).

[5] Aristox. Harm. I 16-17. Es, sin embargo, interesante constatar que, para la teoría musical griega el mínimo intervalo perceptible y útil para ser cantado en una melodía (y, por lo tanto, valorado como «racional») era el cuarto de tono. Este intervalo, utilizado principalmente en el modo enarmónico, que en la época de este autor estaba ya cayendo en desuso por su dificultad técnica, vino a ser retomado, después de un dilatado arco histórico, por los compositores de la segunda vanguardia, hacia mitad del siglo XX. Este hecho podría constatar, desde la perspectiva schönbergiana que veremos a continuación, el carácter convencional de la utilización interválica ―y, por ende, de la percepción de lo «disonante»―, según el cual un determinado canon estético, si bien toma como punto de partida la división de sonidos «dada» por la naturaleza, elige la consonancia de intervalos y acordes siguiendo criterios ligados al contexto de la época en la que se enmarca.

[6] F. Garrido, Los teóricos menores de la música griega. Ed. Cerix, Palma de Mallorca, 2016, p. 148.

[7] Boet., Mus. VIII. (Trad. esp.: A. Boecio, Tratado de Música, Ed. Clásicas, Madrid, 2005, p. 36).

[8] En esta clasificación, a partir del siglo XIV se empezó a incluir como «consonancia imperfecta» el intervalo de tercera, que en la Antigüedad era considerado disonante debido a su proporción (81:64 era la ratio de la tercera pitagórica).

[9] Nuevamente aquí nos topamos con otra «convención»: durante esta época, según la regola delle terze e seste, se consideró el intervalo de cuarta como una disonancia, que necesitaba preparación y resolución en la consonancia de tercera.

[10] «Wenn wir die musikalischen Stücke der Componisten ansehen, so werden wir finden, daß der harmonische Dreyklang alle Augenblick zugegen ist, und daß die darzwischen gesetzte Dissonanzen nichts anders als die beständige Veränderung des harmonischen Dreyklangs zum Endzweck haben». La cita proviene de Anfangs-Gründe des General-Basses nach mathematischer Lehr-Art abgehandelt (Fundamentos iniciales del bajo cifrado, tratados según la enseñanza matemática), Leipzig, 1739, p. 58.

[11] Cf. A. Schönberg, «La composición con doce sonidos», en El estilo y la idea. Idea Books, Huelva, 2005, p. 103.

[12] Tan sólo al inicio de la obra, tras las primeras notas de los cellos, se produce un acorde disonante (el Tristan-akkord) que, aunque según la práctica tradicional debía ser resuelto en una consonancia, el compositor lo hace seguir de otra disonancia, un acorde de séptima, a su vez considerado desde el Barroco como una tensión demasiado fuerte que necesitaba resolución.

[13] T. W. Adorno, «Clasicismo, Romanticismo, Nueva música», en Escritos musicales I-III, p. 143.

[14] A. Schönberg, op. cit., p. 102.

[15] Ibid.

[16] Ibid., p. 103.

[17] Ibid.

[18] T. W. Adorno, op. cit., p. 146

[19] Ibid.

[20] Ibid.

[21] Si bien el término «emancipación», referido a la disonancia, no fue utilizado por Schönberg hasta su artículo «La composición con doce sonidos», escrito en 1935 y recogido como capítulo del libro Style and Idea [El estilo y la idea], se puede entresacar (también de algunos escritos paralelos de Kandinsky) que este concepto estaba ya en el «ambiente» desde la primera década del siglo.

[22] I. Stravinsky, Poética musical. Acantilado, Barcelona, 2006, p.41.

[23] A. Schönberg, Tratado de armonía, Real musical, Madrid, 1979, p. 14.

[24] Véase, especialmente, el capítulo «Sonidos extraños a la armonía» (pp. 371-412).

[25] Ibid., p. 385: «Las posibilidades de combinación simultánea de sonidos no tienen límites, todo lo más, pueden incluirse estas posibilidades en un sistema que fije su valoración estética. Pero eso siempre será provisional; más tarde se llegará a una nueva superación de límites».

[26] Ibid., p. 376. De este concepto de intraducibilidad de los modelos «naturales» a las medidas humanas, armónicas y matemáticas, nacerá desde Pitágoras la idea del komma, un ‘resto’ que surge, por así decirlo, en el intento de traducir el material acústico dado por la naturaleza y el sonido real organizado armónicamente por el hombre.

[27] Ibid., p. 383 (las cursivas son nuestras).

[28] Ibid., p. 394.

[29] Se refiere aquí a los armónicos 4, 5, y 6, principalmente, que corresponden a los sonidos que componen la tríada mayora, fundamento de toda música tonal.

[30] Imprecisión que se debe a la incapacidad del sistema temperado (con el que, desde la época de Bach se afinan, por ejemplo, todos los instrumentos de teclado) para traducir en términos físico-acústicos las relaciones interválicas que ofrece la serie de armónicos tal como la encontramos en la naturaleza.

[31] Ibid., p. 383

[32] Ibid., p. 378

[33] Ibid.

[34] El ejemplo del acorde de séptima (que se utilizaba especialmente como preámbulo a la (re)aparición del centro tonal, es decir, el punto de máxima tensión armónica en una cadencia) es paradigmático, pues pasó de ser una de las más fuertes disonancias en el Renacimiento, a constituirse en un ente autónomo a partir del impresionismo.

[35] Ibid., p. 16.

[36] Al respecto del concepto de ampliación del material, el compositor húngaro Bela Bartok en su artículo Das Problem der neuen Musik (en Halbmontasschrift für Musik 1, Verlagsgesellchaft, Berlin, p. 107 ss.) afirma que «Los principales requisitos ciertamente no han cambiado, el cambio se da sólo en el tipo de uso de los medios: en el pasado se trabajaba con posibilidades más limitadas, ahora con posibilidades más amplias».

[37] Además de la emancipación de la disonancia, cabe anotar que la transformación de la música que llevó a cabo Schönberg trajo también consigo la emancipación del contrapunto y de la forma: aquél se logró liberar de la jerarquía tonal que le había deparado su dependencia respecto a las relaciones harmónicas, mientras que ésta dio cabida a estructuras más condensadas e independientes de transformación del material, a través de la Entwickelnde Variation (‘variación en desarrollo’, o ‘progresiva’). Al respecto de esta última, Bartok, refiriéndose al Tratado de armonía de Schönberg, describe el origen de la atonalidad en relación con el desarrollo de la forma sonata, en el que se opera una suerte de emancipación de la armonía respecto a un centro tonal dominante, que está presente tanto en la exposición como en la reexposición. Según él, la emancipación tonal es, a su vez, origen de la Entwickelnde Variation, la forma musical que se impone al material compositivo en la nueva música, y que se basa en un constante desarrollo con células temáticas que se transforman hacia un crecimiento de las tensiones internas que, por último, desemboca en un clímax.

[38] T. W. Adorno, Minima Moralia, p. 257, aforismo 153 (trad. de Joaquín Chamorro Mielke).

[39] Uno de los primeros sociólogos en poner de relieve esta analogía fue Max Weber, que, como se sabe, tuvo gran influencia sobre la Escuela de Frankfurt, y para el que «la relación entre la razón musical y la vida musical pertenece a una de las condiciones de tensión históricas más importantes imperantes en la música» (M. Weber, Economía y Sociedad, Tomo II, FCE, Madrid, 2002, pág. 135).

[40] T. W. Adorno, Dissonanzen. Einleitung in die Musiksoziologie, Suhkamp, Frankfurt, 1973, p. 424: «Musikalische Formen, ja konstitutive musikalische Reaktionsweisen sind Verinnerlichungen von Gesellschaftlichem».

[41] Ibid., p. 422.

[42] Ibid.

[43] Ibid.: «...die wirtschaftlichen und ideologischen Bedingungen, in die jeder Ton, und die Reaktion auf einen jeden, eingespannt ist».

[44] Ibid., p. 424: «Seit dem sechzehnten Jahrhundert regt sich, als Ausdruck des leidenden, zugleich autonomen und unfreien Subjekts, eine Begierde nach Dissonanz, die bis zu den Tagen der Salome, der Elektra und des atonalen Schönberg immer wieder eingedämmt wurde und meist, wie in Mozarts sogenanntem 'Musikalischen Spaß', nur als Parodie und Humor maskiert sich befriedigen durfte».

[45] Ibid., p. 425: «...gründet in der Idee einer freien Gesellschaft und antezipiert in gewissem Sinn deren Verwirklichung».

[46] Ibid., p. 427: «...wie in Musiken konkret gesellschaftliche Verhältnisse sich ausdrücken».

[47] T. W. Adorno, Ästhetische Theorie, Suhkamp, Frankfurt, 1970, p. 16: «Die ungelösten Antagonismen der Realität kehren wieder in den Kunstwerken als die immanenten Probleme ihrer Form. Das […] definiert das Verhältnis der Kunst zur Gesellschaft».

[48] Ibid.: «Spannungsverhältnisse in den Kunstwerken kristallisieren sich rein in diesen und treffen durch ihre Emanzipation von der faktischen Fassade des Auswendigen das reale Wesen».

[49] Ibid., p. 29: «Die Dissonanz, Signum aller Moderne, gewährt, auch in ihren optischen Äquivalenten, dem lockend Sinnlichen Einlaß, indem sie es in seine Antithese, den Schmerz transfiguriert: ästhetisches Urphänomen von Ambivalenz. Die unabsehbare Tragweite alles Dissonanten für die neue Kunst seit Baudelaire und dem Tristan – wahrhaft eine Art Invariante der Moderne – rührt daher, daß darin das immanente Kräftespiel des Kunstwerks mit der parallel zu seiner Autonomie an Macht über das Subjekt ansteigenden auswendigen Realität konvergiert. Die Dissonanz bringt von innen her dem Kunstwerk zu, was die Vulgärsoziologie dessen gesellschaftliche Entfremdung nennt». (Trad. de Fernando Riaza, en Teoría estética, Orbis, Barcelona, 1983, p.27).

[50] Véase, por ejemplo, las estructuras del arte Barroco, en paralelo al Ancien Régime.

[51] Cf. el concepto de forma como necesidad en Kandinsky («Über die Formfrage», en Essays über Kunst und Künstler, Benteli, Bern, 1955, pp. 17-48).

[52] T. W. Adorno, op. cit, p. 425.

[53] T. W. Adorno, «El compositor dialéctico», en Escritos musicales IV, Akal, Madrid, 2006, p. 215.

[54] Ibid.

[55] Ibid., p. 216.

[56] Ibid.

[57] T. W. Adorno, «Glosa sobre Sibelius», en Escritos musicales IV, ed. cit. p. 269: «Für die Darstellung von Naturstimmungen hat die Musik einen technischen Kanon ausgebildet: den des Impressionismus. Im Gefolge der französischen Malerei des neunzehnten Jahrhunderts hat Debussy Verfahrungsweisen entwickelt, den Ausdruck und das Ausdruckslose, die Belichtung und die Schattierung, das Bunte und das Verdämmernde der sichtbaren Welt in Klängen zu bergen, hinter denen das poetische Wort zurückbleibt».

[58] T. W. Adorno, Philosophie der neuen Musik, Suhkamp, Frankfurt, 1976, p. 59: «Indem Schönberg die Beethoven-Brahmsische Tendenz aufnimmt, kann er das Erbe der klassischen bürgerlichen Musik beanspruchen in einem Sinn sehr ähnlich dem, in welchem die materialistische Dialektik auf Hegel sich bezieht. Die Erkenntniskraft der neuen Musik legitimiert sich jedoch damit, daß sie nicht auf die „große bürgerliche Vergangenheit“, auf den heroischen Klassizismus der Revolutionsperiode zurückgreift, sondern die romantische Differenzierung technisch und damit ihrer Substantialität nach in sich aufhebt. Das Subjekt der neuen Musik, worüber diese Protokoll führt, ist das emanzipierte, vereinsamte, reale der spätbürgerlichen Phase». (Trad. de Alfredo Brotons Muñoz, en Filosofía de la nueva música, Akal, Madrid, 2003, p. 56).

[59] T. W. Adorno, Nachgelassene Schriften, Vorlesungen Ästhetik, Suhrkamp, Frankfurt, 2009, pp. 54-55.

[60] Ibid., pp. 64-65.

[61] Ibid.

[62] Ibid.

[63] Ibid., p. 66: «Wenn ein Künstler, etwa ein Komponist, heute seine Dissonanzen setzt, dann tut er das nicht etwa, um durch die Dissonanzen das Grauen der Welt zu verdoppeln, obwohl sicherlich in diesen Dissonanzen [...] auch immer etwas von diesem Grauen gegenwärtig ist, sondern er tut es zunächst einmal auch deshalb, weil eine jede solche Dissonanz alleinschon durch ihre Differenz von den eingeschliffenen Convenus und dann noch viel mehr durch das Unergriffene daran, durch das Neue und durch ihre Geladenheit mit Ausdruck, immer auch etwas Glückvolles ist».

[64] Ibid., p. 66: «Jede Dissonanz ist gewissermaßen ein Stück Eingedenken des Leidens, dem die Naturbeherrschung, dem überhaupt schließlich eine herrschaftliche Gesellschaft die Natur aussetzt, und nur in Gestalt dieses Leidens, nur in Gestalt der Sehnsucht - und Dissonanz ist ja immer wesentlich Sehnsucht und Leiden —, nur darin findet die unterdrückte Natur überhaupt ihre Stimme. Und deshalb haftet an der Dissonanz nicht nur dieses Moment des Ausdrucks der Negativität, dieses Leidens, sondern immer zugleich auch das Glück, der Natur ihre Stimme zu geben, etwas nicht Erfaßtes zu finden, etwas in das Kunstwerk hereinzuziehen, was [...] noch nicht domestiziert ist».

[65] Ibid., p. 67.

[66] Ibid.

[67] Ibid., pp. 210-212.

[68] Ibid., pp. 226-227.

[69] Ibid., p.228: «Die Konsonanz aber ist unerträglich, weil in ihr selber nichts anderes sich widerspiegelt als die noch unaufgelöste Dissonanz der Realität».

[70] T. W. Adorno, Philosophie der neuen Musik, op. cit, p. 45.

[71] Ibid., p.46.

[72] Ibid. Frente a este argumento, según el cual la nueva música ha liberado el desarrollo estético de toda convención pasada, sería interesante confrontar la concepción, casi antagónica, de Sedlmeyr, para quien, en la medida en que el artista moderno rompe con la tradición al disolver los lazos convencionales que legislan la obra, se ve abocado también a crear una nueva convención, igualmente arbitraria a las anteriores, si pretende transmitir aún una idea a través de la obra abstracta o atonal. Por lo tanto, según este filósofo, el nuevo parámetro estilístico no libera al arte, sino que la somete a una nueva convención. (Cf. H. Sedlmeyr, La revolución del arte moderno, Acantilado, Barcelona, 2008, pp. 37-62).

[73] Ibid., p. 40 ss.

[74] Se trata de una clara crítica a Sibelius. Ya en su artículo «Criterios de la nueva música» (en Escritos musicales I-III, ed. cit., p. 177), Adorno hace una fuerte diatriba contra quienes, ajenos a la transformación tonal, componían ―bien entrado el siglo XX― con medios que «han devenido objetivamente falsos». «No se puede pasar por alto ―dice el filósofo, con su habitual perspicacia― el estado de conciencia de la época. Si alguien en provincias aún no se ha enterado de lo sucedido con la tonalidad, lo que escribe no es íntegro, sino frágil e incoherente en todos los elementos: así el sinfonismo de Sibelius, quizá el último producto tonal dentro del ámbito artístico occidental con más humos».

[75] Ibid., p. 40 ss.

[76] Ibid.

[77] Ibid., p. 40: «Nicht bloß, daß jene Klänge veraltet und unzeitgemäß wären. Sie sind falsch. Sie erfüllen ihre Funktion nicht mehr. Der fortgeschrittenste Stand der technischen Verfahrungsweise zeichnet Aufgaben vor, denen gegenüber die traditionellen Klänge als ohnmächtige Clichés sich erweisen.». Trad. de Alfredo Brotons Muñoz, en Filosofía de la nueva música, ed. cit., p. 39.