El origen de la tonalidad musical
A lo largo de 2.500 años, desde el auge del sistema modal en la antigua Grecia, con el que entonaron melodías Píndaro, Terpandro o la célebre Sappho, la escala musical se ha ido transformando hasta lo que hoy conocemos como la estructura básica de la música tonal: los modos mayor y menor. Bajo este aspecto dual se compuso la mayor parte de las obras musicales desde el barroco hasta los albores del siglo XX.
Dentro de esta lenta transformación, las antiguas harmoniai (escalas) griegas dieron paso, después de la caída del mundo clásico, a los primeros modos musicales de la temprana edad media; en el seno del emergente cristianismo fueron surgiendo los primeros cantos litúrgicos influenciados por la música greco-latina, aquellos que unos siglos más tarde se constituirían en el canto gregoriano. Si bien estos nuevos modos llamados eclesiásticos tomaron de forma equivocada los nombres de los antiguos griegos ―debido a ciertos malentendidos―, sus valores éticos seguían teniendo la misma validez. Así pues, el modo frigio de los griegos había pasado a ser el dórico medieval, manteniendo su carácter serio y calmado; también el antiguo dórico se convirtió en el “nuevo” frigio, conservando su naturaleza guerrera y decidida. Posteriormente, hacia el siglo XII de nuestra era, se consolidarían dos formas nuevas de agrupar los tonos de la escala musical: el eólico y el jónico. Aunque sus nombres no nos digan mucho, fueron justamente estos dos modos los que darían origen, con el paso de los siglos, a los modos modernos: el mayor y el menor.
Si tocamos una escala ascendente de ocho sonidos en el piano, a partir de la nota “do” y utilizamos sólo las teclas blancas, obtendremos el modo Mayor; si hacemos lo mismo partiendo de la nota “la”, el resultado será la escala o modo menor. Lo primero que notaremos es que producen, en su conjunto, una sensación diferente al oído. Aquí nace la primera asociación dual que músicos y teóricos atribuyeron a estas dos formas en los primeros años del barroco: el modo Mayor (Lat. Durum= duro) encarnaba una naturaleza fuerte, viril y alegre, mientras que el modo menor (Lat. Mollis= suave) podía expresar mejor un carácter dulce, delicado y en ocasiones triste o melancólico. De esta forma podemos observar cómo la riqueza y variedad de las harmoniai griegas y los modos medievales se cristalizó en esta doble manifestación. Si bien a primera vista esta evolución nos parece una limitación, esta nueva forma de agrupar los tonos de la escala concedió a la música posterior una incomparable riqueza de matices: la familia de las tonalidades.
En la música occidental el término “tonalidad” define la característica de una escala o sucesión de sonidos en relación con su sonido fundamental (que puede ser cualquiera de los siete: do, re, mi, fa, sol, la, si) y su modo (mayor o menor). Como veremos más adelante, no es ninguna casualidad que la palabra "tonalidad" se utilice también para designar las diferentes gamas de colores y tonos. Aquí empieza el fascinante recorrido por el campo fértil sobre el cual los grandes compositores de los cuatro últimos siglos de nuestra era sembraron y cultivaron el hermoso árbol de la música occidental. Miles de obras maestras llevan en su vientre el elixir de milenios de desarrollo tonal, el perfume de los colores hecho sonido.
Para entender la importancia que tuvo el nacimiento de una nueva forma tonal y, por ende, de un nuevo lenguaje en la historia de la música, es preciso ubicarnos en los albores del siglo XVI. En aquel tiempo el impulso inspirador del renacimiento florentino influía de forma trascendental la práctica musical, tan centrada hasta entonces en la liturgia. El redescubrimiento de las filosofías olvidadas y la búsqueda de la belleza, materializada en el canon estético griego, llevó la producción musical de vuelta a la mitología. En un intento por hacer renacer el sublime drama de antaño, surgieron a principios del siglo XVII las primeras óperas. Orfeo (1607), Il ritorno d'Ulisse in patria (1641) y L'incoronazione di Poppea (1642) son algunas de las obras en las cuales Monteverdi utilizó los medios musicales más originales y novedosos para expresar los diferentes estados de ánimo que sugería el texto. Así por ejemplo, en el Lamento d´Arianna (1608), el único fragmento rescatado de una de sus óperas, el compositor hace uso de intervalos disonantes para expresar el dolor de Ariadna por la pérdida de Teseo “¡Lasciatemi morire!”. Este fue el inicio de una búsqueda sonora que traería sus frutos con el florecimiento de la música instrumental en el siglo siguiente.
Fue precisamente durante el período barroco (ca.1600-1750) que todas estas tendencias se fundieron en una sola práctica: la doctrina de los afectos. De acuerdo con su etimología latina (affectus= estado, ánimo, sentimiento, cariño y afficere, affectum= influir, poner en un estado) la doctrina de los afectos proponía que determinados sentimientos como la alegría, la tristeza o el dolor podían ser expresados musicalmente. Asimismo, los compositores trataban de despertar tales “afectos” en los oyentes a través de una técnica elaborada de composición y el uso de diferentes aspectos del lenguaje sonoro (trémolos, acentos, efectos, etc.) Esta concepción del diálogo musical como discurso sonoro fue lo que permitió una asociación de la música con la antigua retórica, ya que ambas eran artes afines regidas por unos mismos principios (acentuación, sonoridad, articulación, ritmo, etc.)
A partir de este concepto surgieron innumerables recursos técnico-musicales para trasmitir al público el “afecto” deseado. Intervalos amplios se utilizaban para expresar alegría,júbilo o picardía, en tanto que los cortos se adecuaban más para el dolor, la tristeza o la ternura. Pausas rítmicas detenían el flujo musical y creaban una gran tensión que acentuaba el dramatismo de cierta palabra dentro del texto cantado. Sin embargo, más allá de estos recursos de composición, uno de los medios más efectivos para conseguir tales efectos era la tonalidad. Como hemos visto, la combinación de las siete notas y sus respectivas alteraciones (doce en total) con los modos mayor y menor nos da un total de veinticuatro posibilidades tonales (Do Mayor, Mi bemol menor, Fa sostenido Mayor, etc.) En este punto debemos recordar que la afinación del piano moderno divide esos doce semitonos que conforman la octava en partes matemáticamente iguales pero, desde el punto de vista Pitagórico-matemático, “desafinadas”. Sin embargo, en la época barroca se utilizaban otros tipos de afinación que favorecían la “pureza” o perfección de unas tonalidades, en detrimento de otras que, a veces por su dificultad técnica de interpretación, tenían menos uso. El ideal barroco de que la música debía ser un reflejo del orden divino puso la ciencia de la armonía musical al mismo nivel de lo que representó en aquel tiempo la sección dorada para la arquitectura. Ambas concepciones se fundamentaban en el principio de que las proporciones matemáticas sobre las que se crea una obra debían ser lo más sencillas posibles, es decir, lo más cercanas al Uno, que a su vez simbolizaba a Dios ("deus est unitas"). Esto explicaba que los intervalos “puros”, consonantes, eran preferidos a los disonantes, ya que obedecían a una proporción matemática más sencilla (1:2, 2:3, etc.)
Podemos concluir que, si bien en el caso de los modos griegos antiguos las diferencias se fundamentaban en la distancia entre los intervalos, las tonalidades modernas (en el período barroco y parte del clásico) basaban sus contrastes en el grado de “pureza” de afinación que cada una tuviera.
De esta forma la tonalidad más pura y perfecta, según la afinación más en boga desde la época de Bach, era la de Fa Mayor, que no casualmente muchos compositores utilizarían para cantar a la naturaleza (Sinfonía pastoral, de Beethoven), a la navidad (O, Tannenbaum, villancico alemán) o a cualquier sentimiento suave y equilibrado (Guten Abend, canción de cuna de Brahms.) A partir de ella se conocía una lista jerárquica que iba atribuyendo a las demás tonalidades un mayor grado de discordancia entre sus intervalos y, por ende, una mayor tensión interna. El Do Mayor, que por su pureza de afinación se asemejaba a Fa Mayor, tenía una connotación de candidez, solemnidad y majestuosidad, por eso era utilizada en fanfarrias o himnos (Also sprach Zarathustra, de R. Strauss).
Sobre esta sólida y muy variada base tonal fue construida la música occidental de los últimos cuatrocientos años. Como nos podemos imaginar, las posibilidades de combinaciones y creación melódica y armónica son innumerables. Incluso hoy en día no podríamos concebir una canción folclórica de cualquier país occidental o una música para cine que no siga, con mayor o menor libertad, los parámetros del sistema tonal. Sin embargo, durante el convulsionado siglo XX la exploración de los límites de la armonía y la búsqueda de nuevos lenguajes de expresión artística, condujeron a la ruptura de los modos musicales tradicionales y, con ello, a la "superación" del potente magnetismo que ejercía la fuerza de un "centro" dentro del sistema tonal. Desde el surgimiento del dodecafonismo (hacia 1920) hemos atravesado un siglo de exploración artística al margen de la tonalidad. Tal vez como producto de un rechazo hacia eras pasadas, o como reflejo mismo de la turbulenta civilización que en los albores del siglo se resquebrajaba tras la Primera Guerra, este nuevo sistema rompió la jerarquía natural de la escala intentando desafiar al oído con un nuevo sistema de valores tonales, que se valió de formulas casi matemáticas para evitar la ordenación "consonante" o "tonal" de los sonidos. Habiendo transcurrido ya la primera década del nuevo siglo, apenas ahora empezamos a reconocer la trascendencia de este hecho, y es innegable que tras décadas de experimentación en el ámbito de la "atonalidad" algunos de los más relevantes compositores han retomado el hilo de la tonalidad, de una forma extendida y más libre, intentando buscar nuevas herramientas de expresión artística.
La tonalidad musical, con su sistema de consonancias y su búsqueda del "centro", parece ser ―como bien lo sabían los antiguos griegos― una especie de Arquetipo del que no nos podemos deshacer tan fácilmente, si no queremos sacrificar en ello algo de nuestra propia naturaleza. Para recordar de forma poética lo que una escala musical trasmitía a un hombre, por ejemplo, del Renacimiento, citaremos un fragmento de la carta titulada "Los principios de la Música", escrita por el gran sabio renacentista Masilio Ficino. En ella se describen las características de las siete notas que componen la escala musical, pero representando simbólicamente el origen del alma y su regreso a la Divinidad, una idea cuyos orígenes se remontan hasta Platón y Pitágoras:
«La nota más baja, a causa de la misma lentitud del movimiento en que está comprometida, parece estar quieta. La segunda nota, empero, apenas si se aleja de la primera y es así disonante, profundamente en su interior. Pero la tercera, recobrando una medida de vida, parece erigirse y recuperar consonancia. La cuarta nota cae más allá de la tercera, y por esa razón es de algún modo disonante; pero no tan disonante como la segunda, ya que está templada por la encantadora vecindad de la quinta siguiente, y simultáneamente suavizada por la gentileza de la tercera precedente. Entonces, después del ocaso de la cuarta, la quinta surge ahora; se eleva... en mayor perfección que la tercera, pues es la culminación del movimiento ascendente; mientras que las notas que siguen a la quinta, de acuerdo a los seguidores de Pitágoras, no es tanto lo que se elevan cuanto que regresan a las primeras. Así la sexta, al estar compuesta de la doble tercera, parece regresar a ella, y la recuerda muy bien con su dócil gentileza. Luego la séptima retorna infelizmente, o más bien se desliza de vuelta a la segunda y sigue su disonancia. Finalmente la octava se ve felizmente restaurada a la primera, y por esta restauración completa la octava, junto con la repetición de la primera, y también completa el coro de las Nueve Musas, ordenado agradablemente en cuatro estadios, por así decirlo: el estado calmo, la caída, el surgimiento y el retorno».